La escritura automática es esa que se realiza
con el único objetivo de «quenosemevayalaidea», sin prestar atención a los aspectos técnicos, y
nunca, o casi nunca, arroja un texto definitivo. El octavo relato de «Todas son
buenas chicas» no fue la excepción.
La esencia del placer de escribir habita en la
escritura automática, ese momento que nos aparta de la realidad cotidiana y
nos sumerge en nuestro mundo ficcional. El trabajo duro, y veces hasta
doloroso, es el de la revisión. Incluso, uno de los rasgos de madurez de un
escritor es el tiempo que invierte en el trabajo de revisión, porque requiere mucha
objetividad y nada de autocomplacencia.
En 1933, F. Scott Fitzgerald, publicó un
artículo en el Saturday Evening Post, en el cual destacaba la importancia de la
objetividad respecto a nuestro propio texto. «Surgen ocasiones a menudo en las
que dicha decisión es aún más difícil. Por ejemplo, en la última parte de una
novela, donde nos resulta impensable eliminar toda la obra, pero donde debemos
sacar a rastras, por los talones, gritando, a un personaje favorito, que en el
proceso se lleva media docena de buenas escenas con él.»
La diferencia entre un escritor profesional y
uno aficionado radica en que si algo no funciona y hay que recortar, el
profesional lo elimina sin ninguna compasión. Si una novela o un cuento nos ha
cautivado, es porque el autor ha sudado tinta, ha eliminado y reescrito, y
hasta quizás destruido versiones que no han funcionado. Como dice Gabriel
García Márquez en el prólogo a Doce
cuentos peregrinos: «un buen
escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica».
¿Y USTED LE CREE AL CACAS?
La fuente de inspiración de este relato nació
de una conversación por chat que mantuvimos con María Mónaco (poeta de raza, en
este Link), en la cual me informó del fallecimiento de Juan Gelman (14/01/2014),
y sentí la necesidad de volver a releer sus versos. Esa misma noche dediqué mis
45-60 minutos de lectura diaria a Juan Gelman y me detuve, especialmente, en
este poema:
El juego en que
andamos
Si me dieran a
elegir, yo elegiría
esta salud de
saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de
andar tan infelices.
Si me dieran a
elegir, yo elegiría
esta inocencia de
no ser un inocente,
esta pureza en que
ando por impuro.
Si me dieran a
elegir, yo elegiría
este amor con que
odio,
esta esperanza que
come panes desesperados.
Aquí pasa,
señores,
que me juego la
muerte.
Lo releí varia veces y, al mismo tiempo, iba
imaginando qué historia habría inspirado a Juan Gelman para escribir El juego en que andamos. Fue el último
poema que leí. Lo siguiente fue escribir todo lo que había recreado en mi
mente.
En el libro, el relato ocupa cincuenta y ocho
líneas, el equivalente a un par de páginas A4, a doble espacio. Sin embargo, el
original ocupaba poco más de cuatro. ¿Qué pasó?, se preguntarán. Pasó que decidí
eliminar la historia central y dejar solo una escena superficial que la encubra.
¿Por qué explicarle todo al lector? ¿Por qué no dejar que su imaginación y su
experiencia emocional escriba el resto del relato?
Unos días después se lo envié a María Mónaco.
Le dije que no lo incluiría en la colección porque el estilo no se articulaba
con el resto. Pero ella me pidió que lo incluyera, que sería la «perlita». Le
dije: «Te lo dedicaré, y de ese modo compartiremos la irresponsabilidad».
Un detalle de «¿Y usted le cree al cacas?»:
los diálogos narrativizados. Confieso que tengo debilidad por el estilo directo
narrativizado, jugar con las voces de los personajes sin indicar quién está
hablando y que, aún así, el lector las distinga sin confundirse.
En una reunión con la reseñadora de Los
libros de Dánae (Link), me dijo que cada
cuento de «Todas buenas chicas» podría, perfectamente, ser una novela porque la
historia no contada (la profunda, según la define Ricardo Piglia), supera a la
escrita.
«¿Y usted le cree al cacas?» es una de ellas.
Espero que la disfrutéis.
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