A veces leo autores que me dan ganas de salir
corriendo a buscarlos y abrazarlos. Eso me ha ocurrido con Mercè Rodoreda. Hace
unos meses tomé contacto con su literatura, a través de su novela «La plaza del
Diamante».
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| Mercè Rodoreda (1908-1983) |
No escribo reseñas, ni este artículo pretende
serlo. Ya tengo bastante con mis cosas como para meterme en un campo en el cual
hay verdaderos profesionales. No obstante, quiero mostrar un fragmento de esta novela (en especial el segundo párrafo), que
es un espejo del magisterio de Mercè Rodoreda, y un ejemplo de LITERATURA.
A los que no hayáis leído esta obra, tal vez
les cueste encontrar el sentido de este artículo. Como paliativo, intentaré un
brevísimo resumen hasta el momento de la escena que quiero analizar.
Quimet es el esposo de Natàlia, la
protagonista (la Colometa, en catalán, palomita). Antes de marcharse a prestar servicio en
la Guerra Civil, Quimet había puesto
todas sus energías en un proyecto con las palomas, guiado por las ansias de dinero y fama. Por otra parte, en ausencia
de su esposo, Natàlia se había quedado sola con sus hijos, el Antoni y la
Rita. Al varón tuvo que dejarlo en un internado para que, al menos, pudiese
comer todos los días. La escena corresponde al momento en que le informan que
su esposo había sido abatido en el frente de Aragón.
«La señora Enriqueta iba a ver al niño cada
domingo y cuando volvía decía, bien… bien… Yo no tenía tiempo de ir. La Rita
podía comer un poco más, pero en los ojos se le veía que echaba de menos al
Antoni y tampoco hablaba. Cuando volvía a casa siempre la encontraba donde la
había dejado. Si era de noche, al lado del balcón. Si habían tocado las
sirenas, al lado de la puerta del piso, con los labios temblando, pero sin
decir nada. Como un bofetón. Como dos bofetones. Hasta que un miliciano llamó a
la puerta para decirme que el Cintet y el Quimet habían muerto como unos
hombres. Y me dio todo lo que quedaba del Quimet: el reloj.
Y subí al terrado a respirar. Me acerqué a la barandilla que daba a la
calle y que quedé quieta allí un rato. Hacía viento. Los alambres de colgar la
ropa, enmohecidos de tanto no usarlos, se balanceaba, y la puerta de la
buhardilla pam, pam… La fui a cerrar. Y allí dentro, en el fondo, patas arriba,
estaba una paloma, aquella de los lunares. Tenía las plumas del cuello mojadas
por el sudor de la muerte, y los ojitos legañosos. Huesos y plumas. Le toqué
las patas, solo pasarle el dedo por encima, dobladas hacia atrás, con los
deditos haciendo gancho. Ya estaba fría. La dejé allí, que había sido su casa.
Y cerré la puerta. Y volví al piso.»
Un escritor sin mucho oficio, ante el anuncio
de la muerte de Quimet, seguramente hubiese escrito una escena cargada de patetismo, incluso hasta cursi. Pero lo que hizo Mercè Rodoreda, describir una escena enorme con
palabras pequeñas, simbólica y despojada de sentimentalismos,
es lo que marca la diferencia entre un escritor mediocre y uno con oficio. Como escribió John Gardner, es la diferencia entre una escena dramática de buena y mala calidad.
En la obra se percibe que el carácter
dominante de Quimet va eclipsando el propio yo de Natàlia (la Colometa), lo cual se advierte desde el principio con el cambio de nombre (Colometa por Natàlia), y en el valor simbólico de elementos tan recurrentes como el piso,
el terrado y las palomas, que van invadiendo el espacio vital de la protagonista. Al llegar a la página ciento
cuarenta y seis (en mi edición), en un plis plas, la autora recoge aquellos
símbolos laboriosamente construidos, los vuelca sobre el pasado, desmorona el presente
y nos muestra toda la fortaleza de una mujer aparentemente frágil.
Pero, vamos a lo interesante.
Luego de recibir la noticia, Natàlia sube al
terrado a respirar (la liberación), y ve los alambres balancearse y escucha la puerta que hace
pam, pam… Fue y la cerró. En este punto, no puedo evitarlo, me vienen a la
mente el clavo de Katherine Mansfiel en «El canario», o el cartel publicitario
de Borges en «El Aleph»: la capacidad de extrañamiento, de transmitir con
elementos cotidianos sensaciones que los trascienden. Su vida se desmoronaba (aunque la muerte de Quimet era para Natália una salvación),
y el alambre se balanceaba, y la puerta esa que no paraba de hacer pam, pam… La vida de Natàlia se derrumbaba, y el universo no se había paralizado.
Lo significativo es que Mercè Rodoreda no escribió
que la puerta se abría y se cerraba, o se golpeaba, abatida por el viento. No,
nada de eso. Directo a los oídos del lector: pam, pam... Una genialidad
literaria. La inmensidad de las palabras pequeñas.
A continuación, acaricia la paloma, «aquella
de los lunares». Una metáfora del adiós que me hace pensar en esa línea sutil donde
la poética y la narrativa se tocan. Brevedad, precisión y simbolismo. La concisión es densidad. Es una escena que arrasa las emociones del lector perspicaz.
La Colometa está allí, acariciando «aquella paloma, la de los lunares», mojada
por el sudor de la muerte. Y la deja allí, que era su casa, pero que también
era la casa de las ambiciones de Quimet. Entonces, cerró la puerta, la del
terrado y la del pasado; y volvió al piso, donde estaban sus hijos, a enfrentar su nueva vida, muy comprometida por la falta de empleo y el hambre. Ausencia
total de palabras como dolor, tristeza, desconsuelo, incertidumbre. No están escritas, pero
están allí, en el subtexto.
Una nota especial es la ruptura con el significado de paloma, en la actualidad convertido en un tópico. En esta novela, la paloma representa lo contrario: la opresión, el hastío y la invasión del espacio vital de Natàlia.
En «La plaza del Diamante» ningún detalle es
frívolo, sino que cada uno es una pieza esencial de la trama. Desde un lenguaje
sencillo y cercano, Mercè Rodoreda coquetea y conquista la perfección
narrativa. Sin embargo, ese estilo natural que la convierte en una novela de
lectura fácil, en realidad, encubre un domino del lenguaje muy sólido y que,
seguramente, ha requerido muchas reescrituras. La propia autora declaró que
dedicaba toda la mañana a escribir, y la tarde a corregir.
Con Mercè Rodoreda compruebo, una vez más,
que una historia entra en el lector por los sentidos y, entonces, con cada
palabra, su cerebro evoca y actualiza determinadas emociones. Ese es el momento
en que lo escrito se convierte en una vivencia, y es ahí, justo en ese instante,
cuando las palabras ya no tienen ninguna importancia. Han cumplido su cometido
y podemos prescindir de ellas.
Muchos de los grandes escritores sabían y
saben esto y, evidentemente, Mercè Rodoreda también.
Os dejo el enlace a un vídeo de una entrevista
que le realizaron a la autora en 1984, en el programa «A la carta», en RTV.es,
y que se titula La plaza del Diamante. Son poco más de 8 minutos
im-per-di-bles.
Pero antes de ello, un detalle. Mercè Rodoreda solo cursó dos años de la educación básica. Este dato lo podéis corroborar en Wikipedia.
Vídeo: La plaza del Diamante, 1984
Gracias por tu visita.
«Todas son buenas chicas» (Link).


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